El viejo y nuevo mundo, después de Escocia

Gente rara, estos escoceses. 

Lo único que he llegado a saber con cierta ciencia es que los escoceses son peculiares, muy peculiares. Escocia es una nación pequeña, con apenas cinco millones de habitantes y una densidad de población muy baja en ciertas zonas del país y en las islas. 

Pero, a pesar de ello, es un territorio diverso, multicultural, donde viven no pocos emigrantes —muchos descendientes de irlandeses y ahora también indios, africanos, españoles, polacos—, aunque a ratos todavía enredada en la segregación entre católicos y protestantes. Donde hay tradiciones encontradas, patria de Adam Smith, el padre del capitalismo, y a la vez los conservadores escoceses sobreviven con apenas un diputado en Westminster y teóricos del marxismo todavía tienen su séquito de simpatizantes. Tierra de gente que cruza —¡qué horror para los ingleses!— la senda peatonal con la luz roja, pero que a duras penas dejaría de pagar el diario, no obstante nadie los controla por ello. Una sociedad de gente de bien, ricos, menos ricos y muy pobres, que tiene a primera vista un estilo de vida secularizado, pero donde una secta ultraprotestante, el Orden de Orange, posee 500 logias.

Así Glasgow y Edimburgo. Dos ciudades, dos mundos, y una rivalidad entre las dos. La primera, ruidosa, habladora y apasionada, pero también encerrada en su historia de pauperización de su clase trabajadora, incapaz de olvidar la cruenta desindustrialización del thatcherismo. La segunda, cosmopolita y silenciosa, llena de turistas, poblada por gente con acento de la BBC —es decir, el de Londres, dicen en Glasgow— y señoras elegantes que no saben una palabra de gaélico —antiguo idioma escocés, que hoy sólo habla el 1% de la población—.

Así que uno llega a Glasgow —50 minutos de tren desde Edimburgo— se percibe ese aire de mansa resignación que tienen las ciudades ante las cuales el camino de la historia se ha desviado. Hasta hace pocas décadas, el río Clyde lo enmarcaban largas hileras de fábricas de naves pero hoy las navieras, antaño pujantes —hace un siglo, era uno de los mayores puertos del mundo—, ha ido huyendo de la ciudad. En agosto pasado, cerró el último astillero que producía barcos comerciales, Ferguson Shipbuilders, y los dedicados al uso militar están en manos privadas —los más importantes son de BAE Systems Maritime— y su futuro también está perennemente en vilo. De ahí los barrios “jodidos” de Glasgow: Calton, Bridgeton, Govan, Partick. Zonas de una ciudad en la que la riqueza no falta, a pesar de que la expectativa de vida es bajísima, las tasas de consumo de alcohol y drogas son altas e incluso hay un llamativo número de psicópatas.

—Riqueza hay en esta ciudad, el problema es la desigualdad, nos dice un camarero de Calton. 

¿Dónde están en cambio los pobres de Edimburgo?, preguntamos a Kezia Dugdale, diputada del Labour Party en el Parlamento escocés, una señora joven, morocha, seria, educada y que sonríe a menudo. Estamos a primera hora de la mañana delante de la estación de trenes de Haymarket, en el centro de la capital escocesa. Y aquí no hay rastro de pobres. 

Vaya al norte, al barrio de Leith, allí los verá. Están lejos del centro de la ciudad. ¡Esto no es Glasgow! Edimburgo sabe esconder bien a sus pobres. 

Pasan más turistas —allí, de camino hacia el castillo de Edimburgo, donde de noche organizan excursiones de fantasmas— y desaparecen los edimburgueses en edificios de aspecto gris. Es aquí que trabaja gente como la joven Beth, delgada como un palo, estoica, de esas mujeres que hacen kilómetros sin respirar y toda la fuerza se le ve en las piernas. Va de hospital en hospital, trabajando para el Sistema Nacional de Salud británico (NHS, por sus siglas en inglés—, el primer empleador de Edimburgo. No se queja Beth, separa la basura, paga sus impuestos, pero quiere un Estado presente; esto, porque también hace horarios de 13 horas diarias para tener un sueldo digno.

Colina abajo, colina arriba, con el mismo empeño, van muchos otros, afanándose para llegar a final de mes, pagar el alquiler y el crédito de bancos que amenazaron con irse de Escocia si ganaba el independentismo, así como los diarios ingleses se preocuparon de dar a saber. Así, parada de autobús, compras en el supermercado o salida del cole de los niños, todo sitio fue ocasión para discutir. Porque, eso sí  —y lo vi—, los escoceses debatieron sobre su política, se informaron, leyeron. Tanto que la pregunta —y lo oí— al final era, más allá de todo, más allá de la patria y de la ideología, si It is worth the risk (vale la pena)?

Así, llegando a la generalización, que siempre es engañosa, diría que quizá así venció Edimburgo y perdió Glasgow —que votó sí— en el referéndum por la independencia de Escocia; esto, tras tres siglos de unión con Inglaterra. Ganó el raciocinio y perdió el corazón. Pero, oh sí, eso lo han dejado claro a Londres, a Europa, al mundo. Hay más formas de mirar las cosas.

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