Y un día, el cielo, se puso gris. El viento soplaba, de a poco, la venidera desgracia. La gente, como si nada, disfrutaba de una fecha trágica. Nada pasaba en la ciudad dormida. Nada. Pero el cielo tenía otro plan. Primero, fue una gota, luego dos, luego miles. No importa, siempre que llovió paró, decían. Pero no. No paró. Nunca.Y a las miles de gotas aún les faltaba multiplicarse, porque querían hacerse notar. “Siempre nos subestiman”, decían el cielo y la lluvia. Y sí. Se cobraron venganza. La ciudad pasó del letargo a la desesperación, así, en un segundo, lo que tarda una gota en estrellarse. Y la luz se fue, las gotas se hicieron lago, luego río, luego, algo imparable. Y así el agua se convirtió en la estrella de la noche. Ya había avisado previamente sobre su posible fuerza. Pero nadie le creyó. Nadie. Porque es más fácil hacerse el distraído. Es más fácil ahogarse en el olvido. Pero ahora sí. Se hizo notar. Dijo, simplemente: “ésta soy, aquí estoy”. Y no se iba. Nunca. Las gotas del cielo no paraban de caer y ahora se sumaban las que caían de los ojos. Y todo era agua. La gente, los gritos, las casas, las calles, la ciudad, las diagonales. “Gané”, dijo el agua. “Acá estoy. Esta puedo ser yo, si quiero”. Y quiso.
La luz comenzó a aparecer secando la oscuridad. “Es hora”, pensó. Y comenzó a irse, de a poco, por abajo, más tranquila, vaya a saber a dónde. Pero dejó una parte suya en la ciudad dormida: dejó las marcas, las huellas, el olor, el barro. Y todo era gris, como el cielo quería. La gente, las casas, el agua de sus ojos, los recuerdos. Y así, el agua se fue, victoriosa, pensando si debiera volver. Miró al cielo, su fiel amigo, y le dijo: “Ganamos. Quizá, esta vez, aprendan”.
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