Tirado al suelo
A partir de cierta hora, ya caído el
sol, en Roma acabas topándote con las situaciones más impredecibles, y que,
alguna vez, tienen matices felices. Así ayer. Estaba cruzando Largo Argentina,
cuando, pasada la librería Feltrinelli —que le debe su nombre a Giangiacomo, un
militante del Partido Comunista Italiano que conoció a Fidel Castro y que murió
en 1972 poniendo una bomba en una torre de alta tensión—, me encontré con una
escena de este tipo.
Tirado en el suelo, envuelto de sangre
fresca, un hombre anciano yacía en el suelo al borde de la acera. De instinto,
me paré. No sabría decir si fue por esa cínica curiosidad que es la maldición y
la bendición de esta profesión o por solidaridad con el pobre hombre. Sea como
fuere, en tanto, comprobé la presencia de un bangladesí, algo bajito, que
intentaba contactar con el número de emergencias. Sin éxito, pues no
contestaban.
Muchas veces aburre que el mundo esté
tan lleno de gente sin alma, de los que se pueden decir muchas cosas. Pero,
loado sea el cielo. Este no era el caso. Tanto que, al rato, al lado del
anciano se había creado una brigada de bípedos humanos, de las más varias
especies —además del blangladesí, entre otros, una turista española que se
identificó como enfermera, un treintañero encorbatado y una mujercita con un
cigarro electrónico en la mano—, que se ejercitaban en ese arte tan tramposo
que es la compasión.
Claro que, al principio, los intentos
de comunicación con el anciano fracasaron uno tras otro. Primero porque,
estando donde estábamos, el jolgorio de la calle lo ensordecía todo. Segundo,
porque al hablar el desgraciado escupía una mezcla de sangre y saliva, cuyo
olor se perdía en el de un cuerpo que llevaba varios días sin ser lavado. Así y
todo, no hacía falta darle mucho pábulo a la imaginación. Con el labio superior
casi completamente desprendido y la pierna derecha de sus jeans chorreando un
denso plasma rojo, al pobre hombre le brotaban unas gruesas lágrimas de la
cara.
Cinco, diez, veinte... Los minutos
pasaron así eternos en espera de la ambulancia, que al fin llegó. Fue en ese
momento que unas casi imperceptibles palabras se alzaron ante el gentío, que
seguía ahí, y ahora mantenía la mirada fija en los socorristas que habían
logrado alertar.
—Soy yugoslavo. Me llamo Matlo, tengo
67 años. Gracias.
No, todo el mérito es suyo.
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