El adiós de un Papa (IV) Se fue.
El Vaticano.
- La emoción de la renuncia del Papa se localiza en la plaza de San Pedro y en
la Avenida de la Conciliación. Fuera del
perímetro sagrado, Roma bulle aparentemente ajena al hecho histórico. Ni siquiera
parece un día invernal. Un sol perfectamente redondo ilumina la ciudad, los
negocios están abiertos, la vía del Corso no da abasto para contener la
afluencia de clientes e incluso la basílica vaticana, abierta al público, sigue
acogiendo a centenares de turistas venidos de todas partes del mundo.
"Roma
será extraña sin él, pero la vida continúa", dice María, una adolescente
que apura el paso al pasar la plaza vaticana. "Pobre Papa. Me conmovió.
Pero creo que ahora estará en paz. Sin todos esos problemas y esos
ataques", afirma por su parte Tiziana Trabalini, empleada de una tienda de
souvenirs religiosos.
Así se
presentaba el jueves 28 de febrero la capital italiana, donde el signo más evidente del suceso histórico
era la multitud de cámaras de televisión instaladas en cada rincón cercano
al Vaticano y los pocos feligreses que, sobre todo en la tarde, se acercaron a
la Santa Sede, esperanzados de ver al Papa saliente, a pesar de la ausencia de
actos públicos en programa.
Entre los
fieles, ellos sí, había emoción. Sobre todo, tras que el helicóptero -prestado por el Gobierno italiano para la
ocasión- empezó a merodear, a
las cuatro y media de la tarde, por los cielos del Vaticano, y cuando las campanas de Roma tañeron al unísono,
señal que había llegado la hora de la partida del Papa hacia Castelgandolfo, la
residencia en la que pasará al menos los próximos dos meses.
Fue en ese momento
que empezaron a ondear las pancartas con los mensajes de adiós y las banderas
de los más distintos países del mundo, muchas en los techos de las residencias de Borgo Pío, mientras que algunos
fieles se congregaban en el medio de la Plaza de San Pedro, a la altura del
obelisco. Como Juan,
un sacerdote mexicano de 59 años del Colegio Mexicano de Roma. "Lo lamento
mucho, lo extrañaré", explicó, con el rostro sombrío. "Para mí es
como si estuviera aquí, como si nunca se hubiera ido", agregó su colega,
Óscar Centeño, mientras se perdía el rastro del pájaro metálico.
Hasta ese momento, había sido un día sosegado, detrás de los
muros del Vaticano. Tras pronunciar un breve discurso en
la mañana ante los 144 de los cardenales ya llegados a Roma, el Papa los saludó
uno a uno, dándoles así la oportunidad de unas últimas palabras. Algunos, al
detenerse más tiempo de lo acordado -cada
uno tenía 15 segundos para despedirse-, habían irritando al mayordomo que, acercándose, los apuraba.
Sólo dos
detalles habían roto, en parte, el normal protocolo. Dos vasos de agua,
entregados a un Papa sonriente, pero visiblemente cansado. Y el secretario del
Pontífice, Georg Ganswein, quien durante
el acto miró cuatro veces su reloj, delatando así la urgencia de hacerlo
todo lo más rápido posible.
En la sala
de prensa, el evento había suscitado un
ambiente de irreverencia y de desahogo inusuales. Empezando por la ironía
de los vaticanistas: "¿Qué estará pensando los Cardenales? ¿Qué bueno que
se va?", se preguntaron entre carcajadas los expertos papales como si
estuvieran en una sala de cine mudo de otras épocas.
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