Inmigrantes en el limbo

ROMA. - Muchas mañanas tengo que sacar a pasear el perro y me lo encuentro. Guillermo es un hombretón cubano, alto, robusto y con esa tez morena tan atractiva y típica de Centro América. Tendrá unos 50 años y es muy simpático, siempre te acoge con una sonrisa. Por eso, supongo, le encanta a Cyrano, que se quedaría horas con él, olvidándose de mí y del resto del mundo.
En verano, juega con él con la manguera. Mi perro es un vicioso del agua, le encanta que lo mojen y así Guillermo lo ha conquistado. Y eso que Cyrano es muy desconfiado, un rasgo de su carácter que debo haberle trasmitido yo, involuntariamente. "En Cuba, todos los perros de mi barrio me respetan", me dijo una vez. Debe ser cierto. Y tengo que agradecerle a Cyrano el haberme hecho conocer Guillermo, es una persona interesante.
Es jardinero. Trabaja a tiempo parcial, cuando lo llaman, en la cafetería que han abierto hace unos 5 años en el parque. Se trata de un sitio casi onírico, que parece salido del libro Como Agua Para Chocolate, de Laura Esquivel. Lo han decorado con todo tipo de adornos afrancesados, lucecitas y velas; siempre hay música bien, clásica o melodías de piano, para que no estorbe.
Hay Internet wifi y por ello no es raro que la gente se quede sentada ahí horas, a desayunar o a leer el diario, que ofrecen gratuitamente. La mayoría son gente adinerada y jubilados, que disfrutan de este rincón a un tiro de piedra del centro de Roma y en medio del área verde más grande de la ciudad. Muchos pertenecen a esa singular raza que integran los izquierdistas "radical chic", como llamaba el periodista Indro Montanelli a los revolucionarios de salón.
A los dueños del café les va muy bien, sin lugar a dudas. A los que vienen aquí no les importa pagar por un café 1 euro, cuando las demás cafeterías de Roma cobran apenas 70 ó 80 centésimos. Y hay todo tipo de pasteles, brownies, cheese cakes y bizcochos de hojandre y crema, que son servidas en unas graciosas mesitas de madera de estilo retrò.

Guillermo ahora no está. Regresó a Cuba hace unos 2 meses y quizás, dijo, volverá en enero o febrero. Estaba contento de irse. Quién lo hubiera dicho. Cuando llegó a Italia, hace unos 3 años, tenía muchas ilusiones. Siempre hablaba de su vida allá, de las restricciones y de cómo aquello lo tenía harto.
Ya no lo repite tanto. Siempre sonríe. Eso sí. Pero ha perdido la ilusión. "Me volvería a Cuba",  hasta me dijo un día. No pregunté por qué. Los ratos que transcurro con él son momentos de descanso y, desde tiempo, me obligo a no hacer preguntas cuando no es necesario. Sin embargo, no he podido evitar enterarme. Hablamos mucho.
Me contó que no tiene contrato, nunca se lo han hecho, a pesar de que lo ha pedido. Por tanto, no sabe si algún día lo despedirán sin más ni menos. Además, al no estar en una posición laboral legal, tampoco cotiza y no tendrá derecho a una pensión cuando envejezca. Ya lleva muchos años así, no le queda otra. Es lo que hay y se tiene que conformar con eso, más aún en épocas de crisis.
Guillermo dice  que las cosas ahora van mejor en Cuba. El gobierno de Raúl Castro, asegura, es más permisivo. Y él, que no tiene filiación política, se da cuenta que es un lujo lo de tener educación y sanidad de forma prácticamente gratuita. El comunismo y el socialismo, dice, tienen sus lados positivos. "Ahí está lo de Yugoslavia antes". 
No es el único que se queja. Muchos de los trabajadores de la cafetería son latinoamericanos. De Ecuador, Venezuela y Bolivia. Gente muy tranquila y trabajadora. Los veo yo. Algunos días, hasta me detengo a escuchar sus conversaciones. Hablan en voz baja y se quejan de la dueña, una mujer que anda vestida con esas típicas prendas de colores y de estilo bohemio y se resiste a pagarles las horas extras.
No sé qué opinan ellos de Italia, pero, violando otra vez mi regla, algún día preguntaré.

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