CALABRIA / Lentitud Antigua
Badolato (Calabria). "M'hija... ¿está casada? ¿Si? Y, ¿cuántos hijos tiene? ¿No tiene hijos? Y, ¿Por qué?, ¿Por qué no tiene hijos?", me cuestionan María Assunta, de 82 años, y Rosa, de 72 años, mientras caminamos por las callejuelas de Badolato, un pueblo perdido y despoblado de la Calabria más profunda, ejemplo brillante de ese sur de Italia aislado y arrinconado en creencias y valores que fatigan a resistir en el siglo XXI.
"Antes los hijos caían del cielo. Yo tuve siete hijos y estuve casada por 52 años, hasta que mi marido murió", acota en un rígido dialecto calabrés María Assunta. "Ahora a lo sumo las parejas duran 52 meses", interrumpe Rosa lanzando una carcajada.
María Assunta también sonríe. Vestidas ambas de negro, con canastos en las cabezas, las dos mujeres parecen salidas de un filme de otras épocas. Caminan descalzas. "Porque así nos sentimos más libres", aseguran.
La frase hace eco en el valle mientras las mujeres prosiguen narrando sus relatos. Al ser ancianas, aseguran, han visto pasar por Badolato generaciones que nacían, crecían y se marchaban. Hoy, en el pueblo, han quedado unas 300 personas. En su mayoría, ancianos.
Pero no siempre ha sido así. El desploblamiento inició con los rigores de la posguerra, con los habitantes del sur de Italia en fuga hacia los centros industriales y económicos que fueron los grandes protagonistas del desarollismo: Roma, Turín, Milán y, claro, el norte de Europa.
Rosa, que vivió diez años en Suiza trabajando en industrias, cuente que antes de los años '60 y del boom económico de Italia aquí había hasta un cine y una fábrica de soda. En ese entonces, María Assunta y Rosa participaban activamente a la política, me dicen.
"Luchábamos por nuestros derechos, por los de los trabajadores, para tener un mejor futuro. Estábamos en primera fila en las manifestaciones", aseguran con fiereza.
De repente, frente aquellas palabras, me siento aturdida. Me doy cuenta que dentro de mi historia está naciendo otra, más real. Poco a poco, a pesar de que no entiendo bien el dialecto local, Rosa y María Assunta me adentran en su mundo y, como en la leyenda de la caja de Pandora, surgen los secretos.
Y así, mientras ilustra su terraza con la conserva de higos secos, María Assunta cuenta que tuvo una octava hija pero la donó a su hermano porque éste no podía tener hijos. La historia suena increíble.
"Hoy ella sabe todo pero me llama tía". "¿Y usted no lloró por ella?", se le pregunta. "Pues sí, mucho, muchisímo", agrega, con los ojos mojados y con la cara de quién está a punto de abrirte su armario de esqueletos.
Ya es tarde y hay que irse. María Assunta y Rosa me despiden. "Serás
siempre bienvenida", me dicen mientras me alejo corriendo hacia una cita y preguntándome que quizás un poco más y hasta se hablaba de lo que nunca se habla en estos pagos: la terrible y misteriosa mafia calabresa, la 'Ndrangheta. Quizás.
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