La elección de un Papa (IV) / A la hora de desayunar


EL VATICANO. - El sol abre un hueco en el grisáceo cielo matutino de mayo y derrama algo de luz y calor sobre los álgidos edificios del interior del Vaticano. Un puñado de monjas y funcionarios constituyen el grueso de los viandantes que se pierden en el silencioso y diminuto Estado pontificio. Surgiendo de cinco minutos de camino desde la Puerta Petrina aparece la residencia de Santa Marta. El ingreso está vigilado por cuatro agentes, dos gendarmes y dos guardias suizos, que, detrás de su peculiar aspecto, esconden una misión cargada de trampas: proteger la residencia en la que vive —tras rechazar los recargados apartamentos del Palacio Apostólico— un Papa que se resiste a ser Papa. Ahí es la cita.


El pontífice argentino aparece en un santiamén —con aspecto tímido y cordial— y se coloca detrás del altar de la capilla, dando inicio a la misa privada que Mario Jorge Bergoglio celebra todas las mañanas para los ciudadanos del Vaticano. Hoy integran el grupo también, por primera vez, un pequeño círculo de periodistas, la mayoría argentinos. De asistentes del Papa, en cambio, actúan cinco sacerdotes, entre ellos el secretario maltés Alfred Xuereb, excolaborador de Joseph Ratzinger; el argentino Alejandro Burge, designado en abril, y Antonio Pelayo, un anciano sacerdote español afincado en Roma desde hace décadas.


Los ritos inician cuando faltan poco minutos para las siete. Francisco —sotana blanco hueso, tira dorada, zapatos negros y desgastados— tiene un hablar cálido, y tan quedo, que a ratos cuesta oírlo. Durante las lecturas, se sienta en una silla de madera entallada y agacha la cabeza, escondiendo los ojos. Y, cuando los levanta, lo hace a la par que sube el tono de la voz, respetando entonación y pausas.


Quizá ahí una explicación de que el tan traído talante de Bergoglio sea una pieza fundamental del beneplácito del que sigue gozando entre la gente, mes y medio tras su elección. "Si no aprenderemos a acercarnos a los más pobres y a los oprimidos, nunca tendremos la libertad", dice en italiano, repitiendo lo que algunos ya consideran el nuevo mantra del Vaticano.


Acto seguido, da inicio al rito de la comunión. El Papa se sienta y cede el paso a sus colaboradores. "Es una forma de desviar la atención de él", explicará más tarde Pelayo.


La ceremonia acaba a las 7.40. Justo en ese momento Bergoglio desaparece y, como si de un juego de ilusión se tratara, aparece un hombre que se escabulle furtivamente en la sala. El vestido blanco lo delata en la sexta fila, sentado en un banco al lado de un gendarme. "Lo hace siempre. Al final de la ceremonia, se sienta con todos los demás", dice una señora de pelo espeso. El tiempo parece detenerse por cinco interminables minutos, hasta que alguien da la señal de levantarse.


El río humano va saliendo entonces de la sala, al tiempo que empiezan los parabienes. El Papa parece relajado, a pesar de su cargada agenda del fin de semana, que este domingo incluye la canonización de 800 mártines y dos monjas latinoamericanas. Uno a uno, el grupo desfila delante de él, arrebatándole una serie de carcajadas. Muchos tienen cartas dirigidas a él y otros tantos posan para las fotografías. Pero también pasa que alguno le provoca una mueca de fastidio. Él sale del atolladero sin entrar al trapo y rematando la faena con guiños.


"Si no le gusta que lo llamen Papa, ¿cómo hay que dirigirse a él?", pregunta una mujer, sin que nadie le conteste. El momento tiene mucho de simbólico. Cuando es el turno de esta periodista, son las 7.50. "Se le ve un poco cansado. ¿Cómo está en el Vaticano?", se le pregunta.


—Bien. Mucho trabajo.


Se despide. Afuera, el sol sigue luchando para mostrarse en su plenitud, mientras unos cuantos nubarrones aún sobrevuelan en lo alto.

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