Miedo barato


No es que tenga mérito alguno por ello, pero sí cierta veteranía en el asunto. Viajo en avión desde que tenía apenas seis añitos y desde entonces he experimentado lo típico del viajero de larga data: travesías interminables al lado de niños chillones, azafatas histéricas, retrasos, turbulencias y hasta permanecer varada durante horas porque explotó un volcán o quebró una compañía.

Igualmente, aterrizando hace pocos días en el aeropuerto romano de Ciampino, observé con mucho respeto a un distinguido señor de traje azul que se hizo tres veces la señal de la Cruz: llevándose nerviosamente la mano a la frente, al vientre y a los hombros. Ocurrió minutos antes que el avión bajara el tren de aterrizaje y se enfilara bruscamente en la pista.


A ver si me explico. Si yo fuera una neófita o una hipocondríaca de los viajes aéreos, me habría sentido realmente aquejada por el pánico. Seguro, hay pilotos mejores y otros peores, hay condiciones climáticas más y menos favorables, pero viajar en ciertos aviones de bajo coste es una verdadera pesadilla.
Así fue durante mi último vuelo. Llegado a la pista, el avión tocó suelo dos o tres veces antes de estabilizarse, rebotando y frentando de tal manera que algunos tuvimos que estirar el brazo y sujetarnos en el respaldo del asiento delantero para contrastar el violento descenso.
Una señora, de unos 50 años, incluso agachó la cabeza hasta las rodillas como si se preparara para una emergencia. Por unos momentos, reinó el silencio, hasta que una irreal música de trompetas informó que todos estábamos a salvo.
No todas las empresas, claro está, son iguales. La irlandesa Ryanair, la más grande de Europa, con casi 300 rutas, reciben quejas continuamente; otras ha sufrido incidentes más o menos graves, y tantas otras han quebrado antes que el gran público las conociera.
Por no hablar de las dudas -que a uno le pueden surgir- sobre las condiciones de trabajo de los empleados de estas compañías.
A esto se suma el hecho que viajar low cost se ha convertido en una verdadera carrera de obstáculos, que comporta una serie de humillaciones y sevicias hacia los pasajeros.
Empezando por el equipaje de mano: con tal de cumplir con las reglas, y evitar la facturación del equipaje y la multa de varias decenas de euros, se originan las escenas más indignas, desde el mostrador, hasta el acecho de las azafatas. A los viajeros se les exige ingresar sus pertenencias en una ranura metálica, justo antes de subir al avión, y con el fin de comprobar que esté en el rango de las medidas dictadas por la compañía.
En ésas, se originan las escenas más indignas hasta el mostrador de las azafatas-guardianas: gente haciendo pruebas de aldegazamiento para sus maletas, hurgando con ansiedad entre sus prendas íntimas, metiéndose camisas en los bolsillos, o hasta dos o tres bufandas en el cuello.

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