La sepultada viva de Egina


Grecia es una tierra bella y rudimentaria que, a ratos, se parece enormemente a sus tópicos. Todo aquí puede asumir el carácter de tragicomedia. Una discusión en un supermercado. Cuatro pibes que alardean de su racismo. La construcción de una mezquita en medio de la crisis más bestial que haya vivido el país. E incluso... la muerte. Esto, quizá, porque el prototipo heleno moderno, platónico y enérgico, tiene cierta inclinación a enrollarse con lo exagerado. Y a mezclar lo divino y lo terrenal, lo espiritual y lo humano.

Egina es un islote rodeado por aguas cristalinas en el Ática, en el epicentro mojado del golfo Sarónico, donde algunas mujeres aún visten de negro cuando están de luto y que los atenienses usan para sus escapadas cerca de la capital gracias a las lanchas que salen desde el puerto del Pireo. En sus 90 kilómetros cuadrados, está el templo de Afaya –uno de los tres que, junto al Parteón, formaban el célebre triángulo sagrado–, la capilla de San Nectario, y algunas cosas más. 

Pero todo esto pasó en segundo plano cuando, hace unos meses, se descubrió que la isla también albergaba el cadáver de una sepultada viva, que habría de estar allí desde hace al menos doce años.  Tanto y tal fue el revuelo que el descubrimiento provocó que la prensa helena, todavía no colmada de más terrenales penas, envió allí a sus mejores plumas para que investigasen sobre lo que había sucedido y enviar sus crónicas haciendo entradillas sobre la momia de Egina. 

Al final resultó que la desecada no era otra que Eiríni Xénou, de 42 años en ese entonces, soltera y, quizá, con alguna neurona floja, que se había encerrado a solas en su casa y había decidido nunca más salir. Y que antes, con gato y perro también en vida, había hecho bien las cosas, colocando trapos en las ventanas para evitar que el olor llegase a sus vecinos, para cuando los tres cuerpos empezasen a desprender la tufarada de la descomposición carnívora. Así, poco a poco, se había casi momificado, dejando el resto de su cuerpo a la merced de la naturaleza.

En un sitio poco concurrido, su ausencia pasaría desapercibida, pensaría. Y así hubiera seguido si no hubiera sido por las andanzas de cuatro ratones que, entre sorbo y sorbo, iban y venían de aquella tumba viviente, lo que terminó alarmando los vecinos de la momia. 



¿A quién se le ocurriría, en este siglo, sepultarse vivo?

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